Crónicas Vampíricas

lunes, 14 de septiembre de 2009

¡¡Hola!! Mucho tiempo hace desde que escribí mi última entrada, pero estaba disfrutando de mis vacaciones. Ahora es Myrim la afortunada que está de viaje, y no vendrá hasta la semana que viene, así que aquí sigo yo reabriendo el blog de nuevo. Como no tenía nada que contar, he decidido subir una historia que escribí en Semana Santa y que presenté a un concurso, aunque luego resultó que no podía participar porque era de un instituto diferente al mío. Un rollo, pero es así. No sé lo que se me pasaba por la cabeza, pero espero que el que lo lea disfrute haciéndolo. En un principio no tenía título, pero luego decidí llamarlo:

"La eternidad de un Ángel"
“Atenderé vuestras dudas de inmediato. Muchas veces habéis preguntado por mi vida, mi historia. Sobre el cómo un hombre apacible y muy común llegó a convertirse en un vampiro. Bien, os lo diré todo si prometéis no volver a preguntarme. No digáis nada, sólo prestad atención a mis palabras.”

La mayoría ha tenido suerte. Nacisteis casi en las mismas épocas, en las que la cultura y el saber vivir, en las que la inteligencia se valoraba y era el pensamiento propio lo que decidía el destino, y no un ser divino y superior. No fue mi caso, por supuesto. Antes del Renacimiento, mucho antes, existió ese periodo de guerras y analfabetismo puro conocido como Edad Media, y después de él, la llamada Edad Moderna. Por esta época nací yo, en un pueblo de nuestra Inglaterra cerca de Essex que se unió al condado con el paso de los siglos. Me avergüenza reconocer que la necedad y la estupidez estaban bastante presentes en el aire en aquellos tiempos, sobre todo en los pueblos pequeños y alejados del mundo considerado “moderno” por aquel entonces. Nací aproximadamente entre 1565 y 1567, aunque no estoy muy seguro. Tampoco es que se llevaran las cuentas de los años o los nacimientos que se producían. Mis padres eran campesinos y vivían sin molestar a nadie en una casa muy pequeña y fría, que sólo tenía tres “habitaciones”, una que hacía de espacio para cocinar y comer, otra donde dormía yo y una última donde lo hacían mis padres. Más que habitaciones eran los trozos pequeñísimos que quedaban de la casa al poner paredes dentro. Recuerdo a mi madre como una persona gentil y bondadosa, un rayo de luz entre tanta tristeza. Mi padre, al contrario, era ya un poco anciano cuando se casó con ella, y por tanto era testarudo, mezquino y un tirano. Solía pegarme si no le obedecía e insultarme por cualquier cosa, aún siendo tan pequeño que no podía ni pensar en las consecuencias de mis actos, que hacía sin pensar. Odiaba a mi padre. Me bautizaron con el nombre de Thomas Charles Stadpol y me criaron en una estricta religión cristiana. Por aquel entonces, Dios era el que mandaba. Si querías ir por la izquierda pero Dios decía, a través de la iglesia claro, que tú deber era ir por la derecha, debías obedecer sin rechistar. Así funcionaba el cerebro de la gente.

Mi madre dio a luz otro niño cuando yo tenía cinco años. A mi padre le pareció al principio un regalo divino, ya que mi madre había tenido anteriormente unos ocho embarazos, de los cuales nacieron dos niños que murieron en el acto y los demás quedaron en abortos naturales. Eso se debía en parte a nuestra mala calidad de vida, ya que, aún embaraza, mi madre debía trabajar como cualquiera en los campos y dedicarse a las tareas arduas de la vida como la que más, por no hablar de los periodos de hambre que pasábamos cuando la cosecha era mala e infructuosa. No recomiendo a nadie la vida de campesino en la antigüedad. Como iba diciendo, el niño era blanco como la nieve que cae en invierno y tenía pelo rojo en la cabeza. Eso a mi padre le desanimó cada vez más, pues un pelirrojo tenía siempre las papeletas para ser un hechicero o una bruja disfrazada en el cuerpo de un niño. Él fue bautizado como Nicholas Gerard Stadpol, mi hermano pequeño.

Las cosas cambiaron para todos de un día para otro. Mi madre murió tres semanas después de nacer Nicholas, y mi padre, que ya miraba con malos ojos a su hijo, se volvió loco. Decía que mi hermano era el hijo que el diablo había engendrado con mi madre, decía que estaba maldito y que nos traería la mala suerte de por vida, no dejaba de insultarle y estuvo a punto de matarle, de no ser porque mi abuela, que aún vivía, se opuso rotundamente y se llevó el bebé una temporada con ella, para protegerlo de mi padre. Sólo cuando éste se calmó, Nicholas volvió a mi casa. Como mi madre ya no vivía, yo tuve que ayudar a mi padre con las cosechas y con todo el trabajo duro. Era un niño aún y mi mente influenciable se convenció de la malignidad de mi hermano. Fue una época de la que aún me cuesta hablar. Cuando Nicholas cumplió unos seis años empezó a trabajar con nosotros. Mi padre hablaba sin parar sobre la herencia de las tierras, que yo las heredaría y que las cuidaría en su lugar cuando él muriera, pero ese no era mi deseo, ni mucho menos, y aunque aún no sabía qué hacer con mi vida, no quería vivir cerca de ellos y estaba decidido a irme de aquel pueblo de campesinos pobres y analfabetos.

El futuro de mi hermano era la guerra, todo el mundo lo decía por la lata que daba casi siempre. Y acertaron, por supuesto. Y con sólo trece años, se convirtió en un guerrero sin corazón cuyo único objetivo era pelearse. Mi padre, anciano y frágil, seguía siendo el mismo hombre frío y religioso que siempre conocí, cada vez soportaba menos su carácter.

Una noche, como de costumbre, estábamos peleando por cosas sin importancia mientras mi hermano nos observaba sentado a la mesa. No recuerdo para nada el cómo ni el por qué, pero de repente vi a mi padre sujetándose la cara y mi puño, tan apretado que se me notaban todas las venas de la muñeca, en el sitio justo en el que momentos antes había estado la mejilla de aquel hombre. Le había pegado y, sin embargo, me sentía feliz. Más libre, más vivo, como si fuera capaz de hacerlo todo. La mirada de odio de mi padre hubiera asustado al asesino más cruel, pero yo estaba acostumbrado. Me escupió numerosas veces, gritando que su primogénito era Nicholas, aunque fuera un demonio, y alegando que yo era un desagradecido, un mal hijo, un endemoniado. Gritaba y rezaba a dios encolerizado y me fui inmediatamente de casa. No tenía ni dinero ni equipaje ni medios de transporte, pero estaba decidido a no volver, así que me alojé aquella noche en casa de un buen amigo y de su mujer. La mentalidad de aquella época era tan diferente e incomprensible a veces…. Figuraos que mi amigo tenía dieciocho años y su mujer solamente catorce, y ya pensaba en quedarse embarazada cuanto antes. Eso en la actualidad es impensable, claro, pero por aquel entonces era de lo más normal.

Después de un día de camino, llegué a un pueblo cercano y no me costó mucho encontrar un trabajo y un techo. Nunca le dije a nadie cómo me llamaba realmente ni expliqué mi historia jamás. Ganaba un sueldo escaso por cuidar las tierras de un hombre adinerado, que incluía también alojamiento y comida. No me gustaba aquella situación, pero necesitaba ahorrar el dinero para continuar mi viaje. Yo quería ver el mundo. Así estuve un año entero, hasta que un día, muy de mañana, me avisaron de que un muchacho quería verme. Era mi hermano, que después de preguntar a varios campesinos y andantes me encontró inmediatamente. “¿Qué haces aquí, Nicholas? ve con aquel que te desprecia.” Le dije, amargamente. “He venido a ayudarte. Padre está convencido de que un mal fantasma se ha apoderado de tu cuerpo y de que has estado con las fuerzas oscuras, así que piensa denunciarte a la iglesia. Si no te das prisa, Thomas, tendrás a la Inquisición llamando a tu puerta. Y los castigos podrían matarte, si es que no lo hacen ellos después en la hoguera. Yo te he encontrado, ellos también podrán. Ten.” me tendió un saquito marrón manoseado y duro. Dentro se podían oír monedas entrechocando.

No me lo explicaba. No entendía porqué mi padre pensaba algo tan horrible, no sabía que era eso de la inquisición y además era imposible que mi hermano hubiera ganado tanto dinero trabajando o de alguna manera legal.
“¿De dónde has sacado esto, Nicholas? ¿Lo has robado?”
“Por favor, no preguntes. No quiero que te maten, eres mi hermano mayor, siempre me has cuidado, aunque sé que no te agrado, y por eso te admiro. Ahora yo te ofrezco ayuda: ve al puerto más cercano, cuélate en un barco y huye a una ciudad en la que nadie te conozca. Sé feliz por una vez en tu vida.”
Las palabras de mi joven hermano me enternecieron. Por una vez, vi a mi hermano como un apersona bondadosa, estaba mostrando sus sentimientos y siendo realmente amable, cosa que me alegró. Pensé en mi madre sonriendo si nos viera como dos hermanos que siempre se han querido y se ayudaban entre sí. No le contesté, nuestras miradas bastaban para llenar el silencio mejor que la voz.

Asentí y nos miramos largo rato, entendiendo que podría ser la última vez que nos viéramos. No hablamos, ni nos abrazamos, ni siquiera nos despedimos. Nicholas se dio la vuelta y echó a andar y, tal y como temíamos, no volví a verle nunca.

Emigré a España. Llegué de polizón en un barco y simplemente me asenté en el país en que arribó primero. Al principio me costó muchísimo adaptarme. Nadie me entendía, y el castellano no era precisamente un idioma demasiado fácil para aprender. No me gusta reconocer que estuve mucho tiempo viviendo en la calle hasta que logré adaptarme a sus gentes y a su cultura. Más o menos me ganaba la vida, hasta el día fatídico que me hizo ser lo que soy ahora.

Iba caminando de noche por las callejuelas oscuras. Era peligroso por los bandidos y los enfermos que tenían que vivir en la calle porque eran repudiados por la sociedad e incluso sus familias, pero a mí eso me daba igual, porque no pensaba que alguien me atacara con la pinta de pobre que llevaba. ¡Ay, si lo hubiera sabido!

Los vampiros acechaban en cada esquina para limpiar las calles de todas esas personas que no valían ya nada para nadie. Y aún así pasaban hambre, porque los enfermos no tenían la sangre fresca que les saciaba. Yo, un hombre de veinte y tantos años, sano y robusto, era todo un manjar ante sus ojos. Y fue así como aquella mujer se puso en mi camino. Apenas me fijé en su aspecto, ya que no había ninguna luz que me permitiera ver, sólo podía reconocer su silueta delgada por la palidez de su piel, que brillaba en la oscuridad. No me asusté, pensé que era una simple prostituta, pero, de repente se abalanzó sobre mí. Sorprendentemente, no podía escapar de su abrazo, que me aplastaba el torso y no me dejaba respirar. Me movía como podía, porque en seguida me di cuenta de que aquella mujer estaba buscando una parte en la que mi piel estuviera descubierta para poder morderme con sus dos colmillos blancos como perlas que acercaba a mi cara para que los viera bien y me diera miedo.

“Déjame, por favor. Yo no he hecho nada.” Supliqué cuando vi su boca peligrosamente cerca de mi antebrazo.
“Isabel, déjale. Hay mucha otra gente a la que nadie echará de menos en esta ciudad. Ese hombre quizás tenga familia.” Escuché una voz de hombre muy cerca.
“¿Sabes cuál es tu problema, Miguel? Eres demasiado blando. Me da igual si tiene familia o no, la cuestión es que debe estar delicioso. Estoy harta de quedarme con hambre.” La voz de mi atacante era profunda y ronca, infundía respeto. Yo seguía revolviéndome en el suelo mientras ella acercaba mi brazo cada vez más a su boca.
“Deja que haga lo que le dé la gana, querido mío. Al final acabaré matándola si sigue haciendo lo que menos nos conviene a todos.” Otra voz de mujer, más dulce y cantarina, apareció de la nada. Yo cada vez estaba más nervioso. Me rodeaban. No sabía qué harían conmigo ¿me matarían o simplemente me quitarían un poco de sangre?
“¿Tú matarme a mí, Francisca? No lo creo. Pero por lo menos, yo saciaré mi sed ahora.” Concluyó Isabel. Acto seguido me mordió. Noté sus colmillos hundiéndose en mi carne tan fácilmente como si fuera agua. Sus manos frías me agarraban el brazo con ansia y sus ojos destellaban destacando en su cara. La mayoría ya sabéis lo que se siente en ese momento: primero dolor intenso, luego confusión y, finalmente, te mareas y te desmayas. Si el vampiro te da a probar su sangre, enhorabuena, ya eres uno de los suyos. Si no, siento decirte que estás muerto. Antes de desmayarme, me despedí del mundo. Recordé a mi madre, a mi hermano, a toda la gente que había conocido y todos los momentos destacables en mi vida. Noté mi cabeza chocando contra el suelo y después no me acuerdo de nada más.

Pensé que estaba muerto. Pensé que llegaba muy pronto el momento de reunirme con mi amada madre. Pero contra todo pronostico, volví a despertar. Lo primero que vi fueron unos ojos marrones grandes y piadosos que pertenecían a una muchacha morena de pelo negro que me sonreía a escasos metros de la cara. Me estremecí y salté hacia atrás, en actitud defensiva, recordando de pronto cómo me habían atacado la noche anterior. La chica sonrió. “Perdonad, caballero. Mi hermana y yo os encontramos tirado en la calle esta mañana y decidimos acogeros, por si acaso estuvierais enfermo. Pensábamos que no se iba a levantar usted nunca y que teníamos un muerto en medio del salón.” Dijo. Su voz no correspondía a ninguna de las voces que recordaba de la noche anterior, y me relajé un poco. Al parecer estaba en casa de unas buenas personas. “Me llamo Carmen. ¿Cuál es vuestro nombre?”
“Yo…,” musité. No estaba seguro de si podía hablar. Tenía la garganta tremendamente seca, “me llamo Tomás.” Contesté lentamente, utilizando mi nombre en español.
“Bonito nombre. Entonces ¿estáis bien? ¿No tenéis nada grave, verdad?”
“Yo creo que… no.”
La cabeza me daba vueltas. La chica se acercó a mí, lentamente. Olía a flores y a comida. Mi instinto me decía que debía matarla para calmar el hambre tal y como había hecho aquella mujer, Isabel, conmigo, pero no quería, por respeto a lo que yo mismo había sido.
“Me pregunto cómo un hombre tan apuesto y fuerte ha acabado de esta forma.” Carmen seguía acercándose peligrosamente a mí. Me pasé la lengua por los colmillos, ahora afilados, y me relamí, con ganas de comer.
“Te lo diré enseguida.” Dije. Agarré su camisa, blanca y limpia como recién lavada y se la desgarré, para poder dejar al descubierto la piel de su cuello. Os parecerá clásico, pero la atraje hacia mí y mordí su yugular con apetito. No tuve tiempo de pensar lo que hacía o lo mal que me sentía en aquel momento, porque sólo pensaba en parar aquella agonía que me producía tener una sed atroz de sangre. La dejé vacía.
Me limpié la sangre de la comisura de los labios con la manga de mi camisa y dejé caer el cuerpo sin vida de Carmen, arrepentido de lo que acababa de hacer. No podía creer que hubiera matado a una persona, ni que hubiera bebido sangre. Pero sobre todo no podía creer que era un maldito, tal y como años antes había dicho mi padre. Aún así, tenía ganas de seguir comiendo, no me sentía lleno. Cuando otra chica entró en la casa, supongo que era la hermana de la desafortunada que me había servido de almuerzo, la maté igualmente, pero sin ni siquiera presentarme. No le dio tiempo a la pobre a darse la vuelta para caminar casa adentro, porque en cuanto cerró la puerta, le mordí la mano y la vacié por completo. Cuando acabé, me apiadé de las pobres chicas a las que había matado y las enterré en el pequeño patio de tierra que tenía la casa en la parte de atrás. Esa fue la primera vez que probé la sangre humana.

La verdad es que nunca llegué a saber cómo acabé siendo vampiro exactamente. Siempre he pensado en estas tres posibilidades:

1. Isabel, para contrarrestar el enfado de sus compañeros, decidió darme de beber su sangre para que la gente no se encontrara un hombre completamente muerto en la calle y se alteraran de esa manera, persiguiendo a todos los que consideraran sospechosos y con la posibilidad de encontrarlos a ellos y matarlos.
2. Miguel, que según Isabel era demasiado bueno, la apartó de mí y me dio su sangre, para que no me muriera.
3. Francisca, enfadada con Isabel y para vengarse, me convirtió en vampiro con la esperanza de que me vengara algún día de la mujer que me iba a matar y así acabar con su enemiga.

Defiendo la primera porque me parece la más coherente, pero las demás no son tan descabelladas. El caso es que uno de aquellos vampiros me convirtió en su semejante y me dejó tirado para que me buscara la vida por mí mismo. Me alegraba de no haber muerto, por supuesto, pero lo de matar a los demás me parecía demasiado cruel. Cuando maté a esas dos muchachas que no habían hecho nada más que ser bondadosas, me sentí como un asesino y me encerré en aquella casa durante una semana. Si salía, querría matar a cualquier persona que se pasara por mi camino, pero si no lo hacía, moriría de hambre allí dentro. Pero sobre todo permanecí aislado porque me tenía miedo a mí mismo y a lo que me había convertido. Durante días pensé que mi situación era un castigo divino, por haber menospreciado siempre a mi padre y a sus pensamientos religiosos. Sea lo que fuere, había vuelto a nacer. Era más fuerte, más hábil y más atractivo, pero sobre todo, más sanguinario. Esa es la primera parte de mi historia: cómo logré mi condición de vampiro.

Ahora toca hablar de amores y de la vida en otros siglos. Desde mi transformación en España decidí viajar por todo el mundo ahora que podía, porque no necesitaba dinero para sobrevivir. Mi primer destino fue, como no, de vuelta al hogar. Cuando llegué a Inglaterra a “visitar” a mi padre (aunque en realidad sentía unas ganas irremediables de matarle), me encontré con un campo deshecho y una casa vacía, sin rastro de mi familia. Pregunté a los vecinos más viejos, los cuales ya ni siquiera me reconocían y me informaron de la situación. Hacía ya años que mi hermano había matado a mi padre a sangre fría y se había marchado a luchar a las órdenes de la reina Isabel I. Había roto su promesa, pero me sentí realmente orgulloso de que el hubiera hecho lo que yo nunca me atreví a hacer. Era un hombre realmente odioso.

Viajé por casi toda Europa, fui a China y de allí llegué por mar hasta Italia, donde me asenté en 1643 hasta aproximadamente 1678, año en el que me fui a Austria, buscando nuevos aires y sobre todo, nuevas víctimas para poder alimentarme. Nunca pensé en otra forma de hacerlo aparte de chupar la sangre de los humanos hasta muy tarde. En Austria, el Destino me llevó a conocer a Ancel. Mientras acechaba a una mujer que iba sola por la calle para intentar abalanzarme sobre ella y cenar aquella noche, me sorprendió ver que otro vampiro esperaba para atacar a la misma señorita que yo había elegido. Saltamos los dos a la vez y nos encontramos, de repente, cada uno a un lado del cuerpo de la mujer que, muerta del susto, se desmayó. Al principio nos miramos, desconfiados. Yo me preparé para luchar si hacía falta, pero el empezó a reír y a hablar de las coincidencias de la vida. Me ofreció a la mujer, pero yo le ofrecí la posibilidad de compartirla. Esa pequeña cena a la luz de la luna hizo que nos hiciéramos amigos. Le conté mi situación y mi historia, y él me dijo que vivía con una comunidad de vampiros que estarían dispuestos a aceptarme entre ellos con los brazos abiertos, para no tener tanta competencia en el mismo país a la hora de encontrar comida. Yo acepté su oferta de llevarme ante su líder y nos fuimos juntos, dejando a aquella pobre mujer muerta en medio de la calle.

Vivían en una especie de palacio apartado del núcleo urbano de Viena. Sin duda, tenían dinero. Jamás había visto tanto lujo en una habitación, mientras esperaba para reunirme con el líder de todos aquellos vampiros que iban y venían de aquí para allá por la casa, mirándome con curiosidad. Todos parecían tan refinados y cultos que, a su lado, me sentía de nuevo un muchacho de campo que apenas sabía leer o escribir. Ancel llegó en pocos minutos a comunicarme que podía pasar a la sala contigua, que era el despacho de su líder. Me dijo que, hiciera lo que hiciera, no le llevara la contraria y todo saldría bien. Ahora me parecería una tontería, pero en realidad, el pez grande se come al chico y, por muy importante que yo sea en este momento, en aquel entonces era un simple don nadie sin nombre, ni voz ni voto. Entré en el despacho, nervioso por lo que me podría encontrar.

Aquella sala era mucho más lujosa que la anterior. A juzgar por la remarcada línea dorada que se extendía desde una punta a otra de la habitación por el centro de la pared, podríamos decir que aquella sala estaba construida con oro. Todos los muebles parecían recién salidos del palacio real, todos elegantemente decorados con figuras en relieve por los bordes y brillantes a la luz de las velas, que colgaban del techo sujetadas por una araña de cristal gigante. Los suelos eran de mármol, cubierto en algunas partes por mullidas alfombras doradas adornadas con dibujos de círculos dentro de círculos, como metáfora para referirse a aquella casa y sobre todo a ese pequeño espacio de ella, perfección dentro de la misma perfección. Había estanterías con tomos de distintos tamaños y colores, más libros de los que yo había visto en mi vida. Y, en el centro, la guinda del pastel: un vampiro fuerte, alto y de cara perfecta, con un aura de realeza a su alrededor. Iba vestido con las que a mi parecer eran las mejores ropas de todo el mundo y las alhajas que tenía en el cuello y en los dedos eran simplemente el reflejo de la vanidad en un cuerpo nacido para el liderazgo. Aquel hombre me infundó tanto respeto que no me atreví a entrar plenamente, sino que me quedé allí, con ganas de echarme al suelo en posición fetal y esperar a que me humillara por ser un ser visiblemente inferior a él. Nada de eso sucedió.
“Adelante, entra. No muerdo a los de mi propia especie.” Me dijo. Su voz no arregló las cosas: era potente y clara a la vez, la voz de un perfecto tenor.
Me sometió a un examen visual. Ancel no paraba de decirle que tenía potencial para ser un perfecto no se qué, no le oí bien. El líder asintió unas cuantas veces con la cabeza ante las palabras del vampiro y yo, mientras tanto, seguía ahí, petrificado, temeroso de moverme por si estorbaba el pensamiento de aquella espeluznante fuente de liderazgo puro.
“Me llamo Kaspar Van Döert y soy el que maneja los asuntos en este grupo. Ancel hizo bien en traerte: veo que eres muy resistente y capaz de hacer cualquier esfuerzo en cuestión de segundos. Ahora dime… ¿cómo te llamas?”
“Soy Thomas Stadpol, señor.”
Nuestro diálogo a partir de la presentación fue conciso y puntual, nada de andarse por las ramas. Preguntó cosas sobre lo que podía hacer, quién me convirtió y diversas cuestiones de mi condición que ya, verdaderamente, no recuerdo. La última frase que dijo fue: “Está bien. Que se quede,” y después de eso, de la noche a la mañana, me vi metido en la comunidad de vampiros de Austria.

Mi deber allí siempre fue el de estar ahí, simplemente. Cuando un vampiro se pasaba de la raya, yo tenía que estar ahí para matarlo si era menester; cuando a Kaspar se le antojaba alguna mujer para que le entretuviera un rato, yo estaba ahí para llevársela. Pero sobre todo siempre estuve ahí para escuchar los problemas del líder. No sé cómo no me había dado cuenta antes pero, al parecer, Kaspar se dio cuenta de que yo estaba hecho para psicoanalizar a la gente, para darles consejos y ayudarlos a superar sus problemas. Un psicólogo de muertos, según decía Ancel, con el cual entrelacé una estrecha amistad durante mi vida allí. Gracias a eso, me convertí en el confidente de Kaspar, al que él confiaba todos sus pensamientos negativos. Me di cuenta de que el líder no era tan temible como parecía físicamente. Era un espíritu bueno al que le gustaba ser vampiro tan poco como a mí. Me contó que en vida había sido príncipe de una comarca de la que ya sólo quedaban ruinas y que, en un asalto a un castillo en ruinas para intentar llevarse las riquezas que podrían permanecer allí ocultas, un vampiro que habitaba la fortaleza se vengó de sus invasores mordiendo a su cabecilla, es decir, a él. Me hablaba mucho sobre cuánto echaba de menos su vida anterior, su familia y aquel incontrolable deseo de batallar y pelear, corriendo siempre el dulce y tentador riesgo de poder morir a cada paso en el campo de batalla. Pero, dejando a un lado sus problemas con el pasado, de la que más me hablaba era de Richelle.

Esa chica no era como todos los vampiros, ella era un caso aparte. Richelle había sido sorprendida por un recién transformado de la corte de Kaspar que, hambriento aunque inexperto, la atacó con el fin de poder saciar su apetito. Sin querer y con tanto movimiento de la muchacha, que se negaba a morir de aquella manera, el chico se clavó un colmillo en la lengua y se hizo la sangre, que se derramó en la boca de la chica justo cuando se disponía a gritar con todas sus fuerzas. La sangre fue tragada y el vampiro alejado justo en el momento que había logrado morderla, así que no le dio tiempo a alimentarse ni a matarla. Kaspar le cortó la cabeza por haber desobedecido sus órdenes y, dispuesto a matar también a la víctima, se aproximó a ella cuchillo en mano. Pero no pudo matarla, claro. Según sus palabras “aquella mujer era como la primera flor que florece en primavera, el primer rayo de sol en verano, la hoja que se cae por primera vez en otoño y el primer frío copo de nieve del invierno”. La mujer más bella que jamás habían visto sus ojos, por muchas cuestiones.

Resultó que el no poder matarla había sido una buena decisión del destino porque la chica se “convirtió en vampiro”. Bueno, no del todo. Nunca lo entendí bien, pero la teoría de Kaspar era que la sangre que tragó de aquel vampiro antes de haber muerto para poder resucitar con ella hizo que se convirtiera en una inmortal pero que conservara algunos rasgos habituales en los humanos. Podía hacer cualquier cosa que hicieran los demás vampiros y poseía su apariencia, pero a cambio debía comer, dormir y hacer todo cuanto hacía cuando era humana y estaba viva. De algún modo seguía estándolo, pero su estado era más uno entre la vida y la muerte. A mí me hubiera encantado ser así, poder vivir cuantos años quisiera pero siendo a la vez como la gente normal. Quizás si todo el mundo fuera de esa manera, como Richelle, la gente no tendría tanto miedo a morir.

Hacía ya años que Richelle vivía, protegida por la corte de Kaspar, quien cuidaba de ella tan dulcemente como un jardinero cuida las rosas de su jardín. La chica no salía a la calle ni hacía ningún esfuerzo que otra gente pudiera hacer por ella. Kaspar, que no se había decidido por pedirle matrimonio, se lo insinuó una noche durante la cena. Richelle declinó la oferta, alegando que aún no estaba preparada para casarse con él porque no le conocía bien. Nuestro líder llegó a mí desolado, alegando que si los humanos no necesitaban apenas un día para enamorarse, Richelle bien podía conocerlo muy bien porque llevaba más de cincuenta años viviendo en aquella casa. Yo intenté consolarlo como pude.
“Nadie la hará cambiar de opinión si eso es lo que piensa. Será mejor que busques a otra mujer, Kaspar. Hay más peces en el mar.”
“No como ella, Thomas. Richelle es única.” Entonces abrió mucho los ojos y me miró. Sin querer, yo había decidido mi futuro con aquella frase. “Eso es. Tú, Thomas, tú y sólo tú puedes hacerla cambiar de opinión para que se case conmigo. Eres el más persuasivo de todos y sabes dar buenos consejos. Te escuchará y comprenderá, y luego nos casaremos y seremos felices.” Me dijo.

Así fue como me vi tocando a la puerta de Richelle. Estaba nervioso. Sólo la había visto en dos ocasiones, una de espaldas y otra de lejos, ni siquiera había hablado con ella. A saber cómo se tomaría que llegara un desconocido a hablarle maravillas de Kaspar.
Fue cuando abrió la puerta… En ese momento supe por qué Kaspar no estaba dispuesto a recibir un no de Richelle. Su pelo rubio llegaba hasta su cintura, cubierta por una cinta azul celeste que le ceñía el vestido de un azul más oscuro al cuerpo, marcando su figura. Su cara era perfecta, de tez blanquecina y ojos grandes, grises, que parecían esculpidos mimosamente por el mejor escultor del mundo. Al verme, su boca dibujo un perfecto círculo de sorpresa, mientras que sus ojos me miraban, expresando la duda. Supongo que debí poner una cara graciosa de lo ensimismado que estaba, porque segundos después sonrió, y pude ver dos hileras de perlas brillantes.
“¿Sí?” Preguntó. Su voz era como el sonido de una flauta dulce tocando una hermosa melodía. “¿Quién eres?”
Me presenté, tartamudeando. Realmente no sabía si estaba en presencia de una mujer o de un ángel caído del cielo. Me invitó a entrar y estuvimos hablando un buen rato sentados sobre su cama. Yo le dije que Kaspar me había enviado allí para intentar convencerla, pero ella se enfadó muchísimo por ese juego tan sucio al que estaba jugando el líder. Incluso enfadada era la criatura más hermosa sobre la tierra. Entonces y sabiendo que la batalla estaba perdida y que Richelle no cambiaría su forma de ser, me dispuse a escuchar todos sus problemas. La verdad es que, según ella, su vida era espantosa porque Kaspar la tenía allí encerrada como si fuera una prisionera, prisionera en una cárcel de lujo pero enjaulada al fin de al cabo. Luego pareció interesarse por mí, me preguntó de todo. Yo no tuve reparos en contestarle todo lo que ella planteaba, ya que, no se por qué, pero me empujaba a hablar y a hablar sólo su mera presencia. Estuve allí hasta tarde, y luego me fui a contarle a Kaspar. Él se lo tomó… más o menos bien. Pensó que si Richelle seguía allí, no le pasaría nada a su corazón. Él la seguiría amando por toda la eternidad, quisiera ella o no.

Os imaginaréis el resto. Richelle exigió más libertad y Kaspar dejó que se paseara por donde quisiera, siempre con supervisión, ya que sólo podía salir de noche como nosotros. El escolta era yo, por supuesto. Hablábamos mucho, disfrutábamos uno de la compañía del otro y, un día, cuando menos me lo esperaba, nuestros rostros se acercaron demasiado. Cada vez más cerca hasta conseguir que nuestras bocas se fundieran en una sola y que el mundo que teníamos alrededor se esfumara para dar paso a las nubes, los pajaritos revoloteando alrededor y los querubines, riéndose de nosotros con una cesta de flechas con punta de corazón a la espalda sobre nuestras cabezas. Me gusta decirlo así, que fue Cupido el responsable de clavarme la flecha en el pecho que me hizo perder la cabeza por Richelle.

El nuestro era el típico amor prohibido que ha sido el tema principal de tantas novelas. Kaspar nunca sospechó nada, porque me creía de confianza. Yo me sentía un poco rastrero pero, cuando cada mañana visitaba los aposentos de Richelle y me iba cuando empezaba a anochecer, para después dar un paseo a su lado, me sentía el ser más afortunado del mundo y mis problemas y preocupaciones de disipaban a su lado. Tras años y años de amor escondido, nos vimos trazando un plan de huída.

Una mañana, cuando todos los demás dormían, nos escapamos de allí. Sigilosamente nos dirigimos a la entrada con una maleta y bastante dinero y, sin mucho esfuerzo, llegamos a Italia, donde, desde la costa, tomamos un barco que nos llevaría, durante bastante tiempo, de vuelta a Inglaterra. Tuvimos suerte porque nadie nos siguió y, por descontado, no tenían manera de saber dónde estábamos. Supongo que Kaspar enfureció y mandó buscarnos durante algún tiempo.

Llegamos a mi país en 1876. No nos fue difícil establecernos aquí ni comprar esta casa en la que ahora estamos todos viviendo. Estábamos decididos a casarnos y, por qué no, a tener descendencia, aprovechando que Richelle podía quedarse embarazada. Todo eso hubiera sido muy bonito pero, si hubiera sido real, ahora mismo esto no sería vuestro hogar igual que es el mío y por aquí estarían correteando mis tátara tataranietos en vez estar vosotros aquí escuchando esta historia. Lo único que conseguimos mi amada y yo fue casarnos, el 13 de Diciembre de 1877.

Intentamos por todos los medios que Richelle se quedara embarazada, pero sin resultados. A mí me bastaba con tenerla a mi lado, no necesitaba una gran familia para ser feliz. Sin embargo, el 2 de Junio de 1890 volvía yo de hacer unas compras para ella cuando la encontré muerta ahí mismo, dónde ahora está el piano blanco que tan bien toca nuestra querida Vivi. Nunca he querido investigar sobre el tema, pero estoy seguro de que fue alguno de los secuaces de Kaspar. Él en persona no pudo ser, era incapaz de tocarle un pelo a mi mujer. Lo único que encontré junto al cuerpo de Richelle fue una nota, escrita en papel transparente casi como la seda con tinta azul marino, que ponía:

Tú serás el siguiente algún día. Simplemente, espera y verás.

Con la esperanza de que vinieran a matarme pronto, me quedé aquí, llorando por dentro desconsolado y sólo, sin nadie a quién amar. Luego un buen día un “perro pulgoso” tocó a mi puerta malherido, pidiendo un sitio para poder quedarse a dormir e, irremediablemente, le cogí cariño a ese saco de pulgas. Le dije que podía quedarse aquí si lo deseaba y entonces fue cuando se nos ocurrió la idea de crear esta residencia para… como decirlo… “gente que no existe”. Si alguno de estos confiados ciudadanos de Londres supiera lo que hay dentro de este hotel en miniatura, más de uno se iría del país. El resto de la historia ya la conocéis, porque vosotros formáis parte de ella. Sois mi familia.

“Así que, ya lo veis, no todas las historias empiezan mal y acaban bien. A veces hay que hacer la digestión después de comerte las perdices para darte cuenta de que quizás tu destino no es el de un final de cuento de hadas. Yo pensé que lo era, no solo final de cuento de hadas, sino también eternidad junto a un ángel y mira… se me atragantó la felicidad.”
Akirachann

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